Susurros en la noche

Cuento corto, Aimée Padilla

Ana recibió el antiguo libro como un regalo inesperado.
Su portada de cuero desgastado y sus páginas amarillentas exudaban una
misteriosa atracción. El título, apenas legible, decía “Secretos del
Crepúsculo”. ¿Quién lo había enviado? ¿Por qué ahora? Las preguntas danzaban en su mente mientras sostenía el volumen con manos temblorosas.

La noche se desplegó como un abanico de sombras. Ana se sumergió en las
páginas, devorando las historias de fantasmas, almas errantes y pactos oscuros.
El tiempo se desvaneció; las manecillas del reloj se burlaron de ella. Cuando
finalmente levantó la vista, la luna se asomaba por la ventana. La madrugada
había llegado sin pedir permiso.

Ana apagó la lámpara y se acomodó en la cama. “Ha sido suficiente, voy a
dormir”, murmuró en voz alta. Pero antes de que sus párpados se cerraran, una
voz, apenas un susurro, se deslizó en su oído: “Haces bien”.

El escalofrío recorrió su columna vertebral. ¿Quién estaba allí? ¿Era su
imaginación o una alucinación causada por la lectura nocturna? Ana se
incorporó, encendió la luz y examinó la habitación. Nada… solo las sombras
danzantes en las paredes.

Los días pasaron, y la voz persistió. Siempre al anochecer, cuando Ana se
sumía en el silencio, el susurro regresaba. “Haces bien”, repetía. Al
principio, el miedo la paralizaba. ¿Era un espíritu benevolente o algo más
siniestro? ¿Qué quería de ella?

Pero con el tiempo, Ana comenzó a confiar en la voz. La rutina se
estableció: leer el libro, apagar la luz y esperar el susurro tranquilizador.
Se acostumbró a su presencia invisible, incluso llegó a buscarla. ¿Quizás era
un guardián, un guía en la oscuridad?

Una noche, cuando la luna estaba en su cenit, Ana se atrevió a preguntar:
“¿Quién eres?”

La voz que susurraba en la oscuridad se reveló. No era un fantasma ni un
guardián. Era el propio Crepúsculo, la encarnación del tiempo entre luces y
sombras. Ana aprendió a confiar en él. Juntos exploraron los secretos,
desentrañaron los enigmas. El tiempo no era su enemigo, sino su aliado.

Una noche, cuando la luna estaba alta, Ana cerró el libro. El Crepúsculo le
habló por última vez: “Ana, eres la elegida. Tu corazón late en sintonía con
los misterios. ¿Quieres cruzar el umbral?”

Ana asintió y con el corazón latiendo en su garganta, cruzó el umbral que el Crepúsculo le ofrecía. La habitación se desvaneció, y Ana se encontró en un lugar que desafiaba las leyes de la realidad. Era un bosque de árboles plateados, sus hojas titilando como estrellas. El aire olía a nostalgia y secretos antiguos.

En ese mundo intermedio, Ana conoció a los Guardianes del Tiempo. Eran criaturas etéreas, mitad sombra y mitad luz. Sus ojos brillaban con la sabiduría de eones. Le explicaron que ella era una “Viajera del Crepúsculo”, una elegida para explorar los límites entre lo tangible y lo etéreo.

Los Guardianes la llevaron a un lago de aguas quietas. En su superficie, los espejos reflejaban momentos de su vida: risas, lágrimas, decisiones cruciales. “Aquí puedes ver tus recuerdos con claridad”, susurró uno de los Guardianes. “El tiempo no es lineal en este lugar”.

Ana buscó respuestas sobre la voz que la había acompañado. “¿Quién eres?”, preguntó al Crepúsculo. Este sonrió, y sus ojos se llenaron de constelaciones. “Soy el eco de todas las almas que han cruzado este umbral. La voz que escuchaste es la tuya y la de aquellos que te precedieron”.

Ana enfrentó una encrucijada. Podía regresar a su vida mortal o quedarse en este reino atemporal. Los Guardianes le ofrecieron la eternidad, pero también la soledad. “El tiempo aquí no avanza”, advirtieron. “Tus seres queridos seguirán su camino mientras tú permaneces en la penumbra”.

Ana miró una última vez los espejos. Vio su infancia, su primer amor, sus errores y triunfos. Luego, con determinación, se despidió de los Guardianes. “Mi tiempo aún no ha terminado”, dijo. El Crepúsculo asintió y la guió de vuelta al mundo mortal.

Ana despertó en su cama, el libro aún en sus manos. La voz seguía allí, pero ahora la entendía. Era su propia voz, resonando a través de los siglos. El tiempo ya no era su enemigo; era su compañero. Cerró los ojos y escuchó el latido eterno del Crepúsculo.

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