El cazador de eclipses

Cuento corto, Aimée Padilla

Alejandro Arroyo no era astrónomo ni científico, sino un informático mexicano con una pasión inquebrantable por los fenómenos celestiales.

Su historia comenzó hace tres décadas, en la bulliciosa Ciudad de México. Alejandro observó su primer eclipse solar el 11 de Julio de 1991. La forma en que la luz se transformó y cómo el mundo pareció sostener la respiración, lo dejó maravillado. Desde entonces, su vida giró en torno a perseguir estos eventos celestiales.

El eclipse del día 8 de abril fue muy especial, ya que Alejandro había jurado amor eterno a Isabella, con quién recientemente había contraído nupcias.

Cuando se conocieron ella le puso el apodo de «Cazador de eclipses», por su obsesión de estar en primera fila para observarlos.

En ésta ocasión, habían viajado a Mazatlán para celebrar su unión. Habían hecho muchos preparativos de antemano para que todo fuera perfecto: el hotel, los lugares que visitarían después del evento.

Cuando dio inicio el eclipse, Alejandro estaba fuera de si, disfrutando el momento con su equipo profesional para poder observarlo. Le había explicado muchas veces a su esposa como observarlo para no afectarse la vista. Isabella lo veía divertida y pensaba que no podía ser más feliz que en ése momento.

El eclipse solar, como un testigo cósmico, parecía bendecir su amor. Pero cuando la sombra de la luna cubrió el sol, algo cambió.

Una vibración en el piso lo sacudió. Alejandro perdió el equilibrio y, en un parpadeo, se encontró en una dimensión desconocida. La luz era pálida, como si el sol se hubiera retirado avergonzado. El aire olía a ceniza y a recuerdos rotos. No había horizonte, solo una vasta extensión de tierra y cielo fusionados en un gris melancólico.

El horror se apoderó de Alejandro. Su esposa, Isabella, había desaparecido. Gritó su nombre, pero solo el eco le respondió. Las sombras se retorcían, como serpientes hambrientas. Cada paso que daba lo alejaba más de su realidad anterior. El tiempo se desmoronaba y las estrellas, en lugar de brillar, lloraban lágrimas de plata.

En esta dimensión, los espejos eran portales. Alejandro encontró uno, su superficie pulida como un lago de mercurio. Se atrevió a mirarse. Su reflejo no era él mismo; era un doble distorsionado. Los ojos, antes llenos de asombro, ahora reflejaban el miedo. Las manos temblorosas tocaron el espejo, pero solo sintió frío y vacío.

La ciudad de Mazatlán también existía aquí, pero en ruinas. Las calles estaban desiertas, las casas derruidas. Los faros de los autos parpadeaban como luciérnagas agonizantes. Alejandro vagó por las avenidas, buscando respuestas. Encontró un cartel desgarrado: “Bienvenido al Valle de los Espejos”.

Las almas, atrapadas entre dimensiones, se arrastraban como sombras. Sus ojos sin esperanza lo miraban. Alejandro supo que no estaba solo. Isabella también estaba aquí, perdida en este espejo siniestro. Pero ¿cómo encontrarla? ¿Cómo romper el hechizo? ¿Cómo regresar al punto de partida? ¿Qué sucedió y como había llegado allí?

Las noches eran peores. Los eclipses se repetían, una y otra vez, como un reloj roto. Alejandro se arrodillaba, suplicando a la luna y al sol que lo liberaran. Pero solo el silencio respondía.

Alejandro ahora atrapado en su propia leyenda, escribió en las paredes con tiza invisible. Mensajes de amor, promesas de regreso. Pero el espejo devoraba sus palabras.

Y así Alejandro Arroyo, el hombre que cazaba eclipses, se fundió con el eclipse que lo engulló . Su reflejo en el espejo siniestro seguía buscando a Isabella. Las almas perdidas lo rodeaban, susurrando palabras incomprensibles en sus labios distorsionados.

¿Podría escapar algún día? ¿O sería otro eclipse más en este abismo sin tiempo? Solo el espejo sabía la respuesta, y no estaba dispuesto a compartirla.

En el mundo real, Isabella seguía con su vida, al lado del otro Alejandro… su otro yo que ocupó su lugar cuando dio un salto entre dimensiones.

Y así, el Cazador de Eclipses se convirtió en una leyenda en dos mundos: uno de luz y otro de sombras.

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