Por Aimée Padilla
Don Germán, un hombre de cabello cano y manos curtidas por el tiempo, se encontraba en su sala de estar, sumido en la lectura del periódico vespertino.
La luz tenue de la tarde se colaba por las amplias ventanas, bañando la habitación en una atmósfera de tranquila paz.
De pronto, un sonido agudo rasgó la quietud del ambiente. Parecía el roce de una rama seca contra el cristal, un golpe seco y repetitivo que lo sobresaltó de su lectura.
Frunciendo el ceño, Don Germán se levantó de su sillón y se aproximó a la ventana. Observó con detenimiento el exterior, buscando la fuente del molesto ruido.
Sin embargo, el jardín se encontraba en completa calma. Los árboles, frondosos y verdes, permanecían inmóviles bajo la suave brisa de la tarde. No había rastro de viento ni de ninguna otra cosa que pudiera explicar el golpe.
Un poco perplejo, regresó a su asiento y trató de retomar la lectura. Pero el sonido persistente lo distraía, irrumpiendo en su concentración como un intruso inoportuno.
Se levantó una vez más y se dirigió a la ventana, esta vez con la determinación de descubrir la causa del disturbio. Pegó su rostro al cristal, escudriñando cada rincón del jardín, cada rama, cada hoja. Pero todo estaba en orden, envuelto en un silencio sepulcral.
Desconcertado, Don Germán se sentó de nuevo, sin saber qué hacer. El golpe en la ventana se había convertido en una presencia constante, un enigma que lo inquietaba cada vez más.
Se encontraba sumido en sus pensamientos cuando, de repente, un nuevo sonido lo sobresaltó: un leve tintineo metálico proveniente del interior de la casa. Intrigado, se levantó y siguió el sonido hasta llegar al viejo baúl de madera que había heredado de su abuelo.
Con manos temblorosas, abrió el baúl y observó en su interior la entrañable colección de objetos antiguos que tanto amaba. Al mirar con detenimiento el contenido del mismo, le llamó la atención una pequeña caja de metal que no recordaba haber visto.
Era una caja rectangular, adornada con grabados extraños y un candado oxidado. Con un esfuerzo considerable, logró abrir la caja y, al hacerlo, una ráfaga de viento helado salió de su interior, envolviéndolo en una bruma fría y densa.
En medio de la bruma, Don Germán pudo distinguir una figura etérea, una silueta translúcida que lo observaba con ojos brillantes y una sonrisa enigmática. La figura extendió su mano hacia él y, en un susurro apenas audible, le dijo: «No es el viento, Don Germán. Soy yo, el Guardián de los Recuerdos, estoy aquí para recordarte que el pasado nunca se va del todo. Soy el pasado de tus ancestros, el recuerdo de aquellos que se fueron, pero que siguen presentes».
La figura se desvaneció en el aire, dejando a Don Germán atónito y confundido. El viento helado se disipó, y con él, el sonido del golpe en la ventana. En su lugar, un profundo silencio se apoderó de la habitación, un silencio cargado de una nueva comprensión.
Don Germán regresó a su sillón, con una sonrisa triste en los labios. Estaba confundido y no sabía si todo había sido producto de su imaginación.
Desde aquel día, el Guardián de los Recuerdos visitó a Don Germán. Fue su fiel compañero y confidente hasta que el protagonista de nuestra historia, se fue a descansar con sus ancestros y pasó a formar parte de los recuerdos.

