What’s the oldest things you’re wearing today?
Por Aimée Padilla
Camila, con el cabello plateado cuidadosamente peinado, se encontraba de pie frente al espejo de su tocador. La luz del atardecer se colaba por la ventana, bañando la habitación con un cálido resplandor dorado. En sus manos sostenía un par de aretes de rubí, joyas que habían sido parte de su familia durante generaciones. Con delicadeza, se los colocó, admirando el brillo profundo y vibrante de las piedras.
Estos aretes habían pertenecido a su bisabuela, luego a su abuela, y más tarde a su madre. Cada vez que Camila se los ponía, sentía una conexión especial con las mujeres que la precedieron. Sin embargo, mientras se miraba en el espejo, una sombra de tristeza cruzó su rostro. A diferencia de sus antepasadas, ella no había tenido hijos. ¿Qué sería de estos aretes cuando ella ya no estuviera?
El pensamiento la abrumó, y una lágrima silenciosa rodó por su mejilla. Sus dedos acariciaron suavemente los rubíes, como si al hacerlo pudiera encontrar respuestas en su fulgor. Se sentía atrapada entre el peso de la tradición y la inevitabilidad del paso del tiempo.
De repente, un cálido abrazo la envolvió. No había nadie más en la habitación, pero la sensación era tan real y reconfortante que cerró los ojos, permitiéndose disfrutar del momento. En ese instante, supo sin lugar a dudas que era su abuela, ofreciéndole consuelo desde algún lugar más allá de la vida terrenal.
Camila sintió una paz indescriptible, como si el amor de sus ancestros la rodeara por completo. Una suave voz resonó en su mente, las palabras fluyendo como un río tranquilo:
«No te preocupes por las cosas materiales, querida. Los objetos quedarán atrás, pero el espíritu es eterno. Cuando llegue tu momento, entenderás. Nos uniremos en la realidad alterna de la vida después de la muerte, donde no existen el tiempo ni las posesiones. Solo el amor perdura.»
Con los ojos aún cerrados, Camila sonrió. La tristeza que había sentido se disipó, reemplazada por una profunda serenidad. Abrió los ojos y se miró de nuevo en el espejo, los aretes de rubí brillando con una nueva luz, como si ellos también hubieran recibido el mensaje de tranquilidad.
Entendió que, aunque no tuviera hijos para heredar los aretes, su legado no se perdería. Había tocado muchas vidas a lo largo de los años, y en cada acto de amor, cada gesto de bondad, su espíritu perduraría. Los aretes, con su historia y su belleza, encontrarían su camino, pero eso ya no la preocupaba.
Camila se levantó del tocador y se dirigió a la ventana. El sol se ocultaba en el horizonte, pintando el cielo con tonos de rosa y naranja. En ese momento, se sintió en paz con el ciclo de la vida, segura de que el amor y el espíritu trascienden cualquier posesión terrenal.
Los aretes de rubí, legado de generaciones, se convertirían en un símbolo de amor eterno, no en un simple objeto de herencia. Y así, con una sonrisa en los labios, Camila supo que siempre estaría conectada con su familia, a través de los hilos invisibles de la eternidad.

