Por Aimée Padilla
Don Carlos era un hombre de 72 años y una vida llena de costumbres que nunca rompía. Entre esas costumbres estaba evitar a toda costa al dentista. Desde que era joven, su fobia al sonido del taladro dental lo había acompañado como una sombra que nunca se iba. El simple eco metálico del aparato en su cabeza lo aterrorizaba más que cualquier dolor de muelas. Y aunque con los años había aprendido a soportar muchas molestias, esta vez no podía más. Una punzada constante en su diente izquierdo lo estaba volviendo loco. Postergó la visita al dentista todo lo que pudo, hasta que un día el dolor fue tan intenso que no tuvo opción.
El consultorio estaba tal como lo recordaba, con ese olor a desinfectante y a ansiedad acumulada en las paredes. Mientras el doctor encendía el temido taladro, Don Carlos sintió cómo su cuerpo se tensaba, pero ya no había marcha atrás. Para su sorpresa, el taladro no sonó como esperaba. En lugar de un ruido agudo y penetrante, escuchó una melodía suave, como si alguien hubiera sintonizado una vieja radio. La música lo relajó, y antes de que pudiera comprenderlo, el Dr. Hernández había arreglado su diente. Así que salió del consultorio con una mezcla de alivio y asombro.
Pero los días siguientes, algo extraño comenzó a suceder. Una noche, mientras estaba en su sillón descansando, escuchó música. Al principio pensó que era algún vecino con la radio encendida, pero la música estaba demasiado clara, como si estuviera dentro de su cabeza. Movió la cabeza de un lado a otro, tratando de localizar la fuente del sonido, pero no había ninguna radio encendida.
La música continuó, y con ella comenzaron las transmisiones. Fragmentos de viejas estaciones de radio que recordaba de su juventud: voces de locutores hablando de noticias antiguas, comerciales de productos que ya no existían. Él empezó a preocuparse. ¿Se estaría volviendo loco? ¿Sería efecto de la edad? Sin embargo, las transmisiones eran demasiado reales.
Una mañana, mientras preparaba el desayuno, la música se detuvo y una voz grave y distorsionada se apoderó de su mente.
—He llegado para quedarme —susurró la voz.
Don Carlos dejó caer la taza de café al suelo, la cual se rompió en mil pedazos y un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Quién… quién eres? —murmuró, tratando de no perder la cordura.
—No te molestes en buscar respuestas —dijo la voz—. No hay médicos que puedan ayudarte. Estoy dentro de ti, y no te irás de aquí hasta que tu tiempo se acabe.
Desesperado, visitó a varios médicos. Un neurólogo, un psiquiatra; incluso hasta un chamán, pero ninguno pudo encontrar nada inusual. «Todo está en tu cabeza», le decían, como si fuera un consuelo. Pero él sabía que no era solo su imaginación. La voz era real, y estaba dentro de él.
Los días pasaron, y las transmisiones de radio fueron reemplazadas por susurros siniestros. La voz le hablaba todas las noches, hasta que ya no pudo dormir. Cada vez era más clara, más directa.
—Estás muriendo, Carlos. Y cuando te vayas, yo me quedaré. Me quedaré en tu cuerpo.
El miedo lo invadió. Se encerraba en su casa, apagaba todas las luces, pero la voz no lo dejaba en paz.
—Pronto, muy pronto —repetía la voz, una y otra vez.
Una noche, incapaz de soportarlo más, se levantó de la cama y se miró al espejo. Sus ojos estaban hundidos, y su rostro había perdido todo color. Fue entonces que vio algo aterrador: una sombra oscura que se movía tras su reflejo. La sombra le sonrió con una mueca que no era suya, y la voz le susurró por última vez.
—Estoy listo, Carlos. ¿Y tú?
A la mañana siguiente, se presentó al café donde acostumbraba desayunar con sus amigos. Tenía el rostro inexpresivo y una calma inquietante. Para ellos, parecía que Don Carlos seguía allí.
—¿Qué sucede Carlos? ¿Por qué tan serio el día de hoy?
Su cuerpo se movía, hablaba, y aunque algo parecía diferente, nadie notaba realmente el cambio. Pero si su esposa aún viviera, ella lo habría reconocido. Ella habría sabido que ese no era su esposo.
Porque el cuerpo de Don Carlos estaba vivo, pero él ya no estaba allí.
Algo siniestro se había apoderado de su ser, tomando el control de su cuerpo, mientras el verdadero Carlos había quedado atrapado en algún rincón oscuro.
En cuanto a su alma, no se fue en silencio. En las noches, cuando el viento soplaba fuerte, se escuchaban lamentos alrededor de la casa, sonidos lejanos y llenos de dolor. La gente del barrio hablaba de fantasmas, de ecos del pasado, pero en realidad, eran los gritos del alma del pobre viejo, perdido para siempre, condenado a vagar sin descanso, atrapado en una pesadilla, de la que nunca podría escapar.

