El vecino

Sugerencia de escritura del día
¿Cómo definirías a un buen vecino?

Por Aimée Padilla

María tenía una obsesión que la consumía lentamente, una fijación silenciosa por su vecino de enfrente. Él era un hombre solitario que, cada mañana, salía a pasear con su terrier ratonero. María se quedaba quieta, observándolo desde la ventana, como si ese paseo rutinario le ofreciera un destello de emoción en su vida cotidiana. Disfrutaba verlo alejarse, su andar desgarbado y despreocupado, una mezcla perfecta de confianza y desprecio por lo que el mundo esperaba de él.

Lo que más la fascinaba no era solo su misterio, sino el aire de incertidumbre que lo rodeaba. No conocía a nadie de su familia, nunca veía visitas, solo a su inseparable compañero peludo. Entre los vecinos, circulaban rumores: algunos decían que era amable, pero extraño; otros especulaban que trabajaba desde casa o que vivía de una jugosa herencia; y unos cuantos lo llamaban vago. Pero a María no le importaba nada de eso. Lo que la atraía era el enigma, esa sensación de que él pertenecía a un mundo propio, al que ella ansiaba acceder.

Muchas veces, María estuvo a punto de ser descubierta en su observación furtiva. Dicen que la mirada se siente, y ella lo sabía bien. Él giraba la cabeza, buscando los ojos que se posaban en su espalda, y en un abrir y cerrar de ojos, María se escondía tras las cortinas, su corazón latiendo con fuerza. En más de una ocasión, estaba segura de haber visto una sonrisa cómplice, un gesto picaresco en su rostro. Aunque no podía asegurarlo, la sola posibilidad la hacía ruborizar, añadiendo un toque de adrenalina a su obsesión.

Una tarde, al regresar del trabajo, María notó algo diferente. Su vecino llevaba una pequeña urna funeraria en brazos, y sus ojos, normalmente tranquilos, estaban llenos de una tristeza abrumadora. Un extraño presentimiento le atravesó el corazón, como un nudo en el estómago. Su intuición le gritaba que la pequeña mascota había fallecido.

En un arrebato de osadía, sintiendo que era su única oportunidad de acercarse, se decidió a hablarle.

—Buenas tardes, soy tu vecina, me llamo María. Disculpa mi intromisión, pero noté que llevas una pequeña urna… ¿es tu perrito?

El joven levantó la mirada, sorprendido por la pregunta directa. Su voz salió suave, cargada de dolor.

—Sí, falleció ayer. Ya estaba muy enfermo. —Hizo una pausa, como buscando las palabras adecuadas—. Por cierto, me llamo Julián. Mucho gusto. Te he visto cuando sales a trabajar por las mañanas.

María sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo, esa revelación la dejó sin palabras por un segundo. Había sido vista todo ese tiempo.

—Lamento mucho lo de tu perrito. Sé lo que se siente perder a una mascota —respondió, su voz apenas un susurro—. A veces te veía cuando paseabas con él, pero me daba pena hablarte…

Julián asintió levemente, como reconociendo la confesión sin darle mayor importancia.

—Ahora no me siento muy bien, pero… quizás podamos hablar en otro momento.

—Claro, por supuesto. —María sonrió nerviosa, pero sintió una punzada en el corazón al verlo alejarse—. Adiós…

Julián se despidió con una inclinación de cabeza y desapareció tras la puerta de su casa, dejando a María con una mezcla de perplejidad y desasosiego. ¿Había actuado bien al hablarle? ¿O había cruzado una línea que no debía? Las dudas comenzaron a atormentarla.

Pasaron los días, y el vecino dejó de aparecer. Ya no había paseos matutinos, ni siquiera una sombra de su figura en las ventanas. Era como si la tierra se lo hubiera tragado. Esto comenzó a inquietar a María, pero no quería parecer entrometida, después de todo, nunca habían sido amigos. Sin embargo, la ausencia de su presencia la consumía poco a poco, y su obsesión enfermiza comenzó a crecer.

Una tarde, el tintineo familiar de la reja la sacó de su ensoñación. Se asomó rápidamente por la ventana y vio a Julián con una maleta de viaje. Su corazón dio un vuelco. Lo veía bien, pero también sentía una tristeza abrumadora porque no sabía si lo volvería a ver. Justo antes de subirse al taxi que lo esperaba, Julián miró hacia la ventana, le sonrió de manera afectuosa y se despidió con un gesto que parecía más definitivo de lo que María hubiera querido admitir.

Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses, y Julián no regresaba. Cada día que pasaba, María sentía cómo su cordura se desmoronaba. Las ausencias al trabajo se volvieron frecuentes, sus amigos estaban preocupados, pero ella no escuchaba a nadie. La obsesión por ese vecino que apenas conocía la devoraba.

Hasta que un día, María desapareció. No respondía las llamadas de su familia, y cuando fueron a buscarla, la encontraron tendida en su cama, apenas con pulso. La llevaron al hospital, pero nadie entendía qué había sucedido. En su mente, María vivía feliz al lado de Julián y su pequeño perro. Y por más que intentaran devolverla a la realidad, ella había decidido no regresar. Se había marchado a un mundo donde nunca tendría que decirle adiós a Julián.

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