El mensaje del gorrión

Por Aimée Padilla

Elena salió del hospital con el peso del mundo sobre los hombros. Su madre, su amiga y compañera, yacía en una cama luchando por su vida. Cada diagnóstico, cada complicación, eran como cuchilladas en el alma. Esa tarde, las palabras del médico seguían resonando en su mente: «Estamos haciendo todo lo posible, pero no podemos garantizar nada».

Subió al auto con las piernas temblorosas, cerró la puerta y dejó que las lágrimas brotaran sin control. Su llanto era desgarrador, una mezcla de miedo, impotencia y un dolor que no sabía cómo manejar. Apoyó la cabeza en el volante, buscando en el vacío del momento una fuerza que parecía haberse desvanecido.

Un suave repiqueteo en la ventana la sacó de su ensimismamiento. Alzó la mirada, secándose torpemente las lágrimas, y lo vio. Un pequeño gorrión de pecho amarillo estaba picoteando el espejo retrovisor derecho. Sus ojillos negros brillaban con una intensidad inexplicable, y movía la cabeza de un lado a otro como si intentara entender la tristeza de Elena.

Ella lo observó embelesada. «¿Qué haces aquí?» susurró, apenas consciente de que estaba hablando con un ave. El gorrión no se movió, solo continuó picoteando con insistencia el cristal.

Por un instante, pensó en bajar la ventanilla, pero el temor irracional de que el pequeño pájaro pudiera asustarse o lastimarse la detuvo. Encendió el auto y comenzó a avanzar lentamente, pensando que se iría. Sin embargo, para su sorpresa, el gorrión voló hacia el otro lado del auto y empezó a picotear el espejo izquierdo, como si le estuviera pidiendo algo urgente.

Con el corazón latiendo rápido por la extrañeza del momento, detuvo el auto en el arcén y bajó ambas ventanillas. «Está bien, entra si quieres», dijo en voz baja, sintiéndose un poco ridícula.

El gorrión no lo dudó. Voló al interior del auto, se posó en el asiento del copiloto y la miró fijamente. Elena sintió una oleada de paz al sostener aquella mirada. Era como si algo mayor se estuviera comunicando con ella a través de ese pequeño ser. El ave alzó el vuelo dentro del auto y se posó brevemente sobre el volante, para luego saltar a su regazo. Ella, desconcertada pero tranquila, dejó que se quedara allí.

De repente, el gorrión emitió un suave trino, un canto que resonó en el espacio cerrado del auto como un bálsamo. Elena cerró los ojos y sintió que su respiración, tan agitada hasta ese momento, se volvía más profunda. El canto del gorrión no era fuerte ni prolongado, pero parecía vibrar directamente en su pecho, como si algo invisible pero poderoso se acomodara dentro de ella.

Cuando abrió los ojos, el ave volvió a volar hacia el asiento del copiloto. De allí, salió por la ventana abierta, no sin antes posarse en el espejo retrovisor y trinar una vez más, breve pero melodioso. Ella, aún inmóvil, lo siguió con la mirada mientras desaparecía en el cielo.

Fue entonces cuando notó algo extraño en el espejo retrovisor. Había una pluma amarilla, pequeña y perfecta, que el gorrión había dejado detrás. La tomó con delicadeza, como si fuera un tesoro frágil.

En ese momento, recordó algo que había escuchado tiempo atrás: «Las señales están en todas partes. Solo hay que abrir el corazón para verlas».

La pluma parecía un mensaje, una promesa. Quizá no todo estaba perdido. Quizá aún había espacio para la esperanza, incluso en medio del dolor. Guardó la pluma en su bolso, limpió sus lágrimas y encendió el auto. Esta vez, no arrancó con el peso del mundo en sus hombros, sino con un pequeño rayo de luz en su corazón.

Elena no sabía si lo que acababa de vivir era real o un sueño producto de su tristeza. Pero lo cierto es que, desde aquel día, cada vez que el peso de la angustia la abrumaba, miraba la pluma amarilla y recordaba el canto del gorrión. Y con ello, siempre encontraba un resquicio de amor y fuerza para seguir adelante.

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