Por Aimée Padilla
Beatriz siempre había odiado su cabello. Era ondulado, rebelde, y con los años, las canas lo habían vuelto más seco y áspero.
Cada mañana era una batalla para domarlo antes de salir al trabajo. Se maquillaba con esmero; le gustaba su rostro. Las paletas de colores parecían bailar con cada pincelada, y la forma almendrada de sus ojos resaltaba con la línea fina del delineador, como si imitara el trazo de un gato.
Pero después venía su peor enemigo: el cabello canoso y seco.
Durante años había probado de todo: tintes, tratamientos, alaciados. Pasó por todos los tonos imaginables hasta que se rindió ante las canas. Lo mismo ocurrió con la textura: la plancha y los químicos habían dañado tanto su pelo, que terminó aceptando su forma natural.
Ese día en particular tenía una cita en la agencia de autos y, como de costumbre, se le había hecho tarde. Frente al espejo, observó su reflejo: el rostro le agradaba, pero el cabello… suspiró.
Tomó la plancha y, justo cuando iba a alaciar el primer mechón, su reflejo le sonrió.
Ella parpadeó, insegura de lo que acababa de ver. Retomó la tarea; su reflejo repitió el gesto pero con un brillo distinto en los ojos:
—¡Qué fastidio! ¿verdad? dijo con voz viva, real, como si la habitación la hubiese pronunciado.
—¿Qué…? —balbuceó Beatriz.
— Ese cabello es muy bonito, el problema eres tú.
Soltó un grito y dejó caer la plancha, que quedó colgando del mueble.
—Tranquila —dijo el reflejo, sonriendo—. Soy yo… bueno, eres tú. No tengas miedo. He estado contigo desde la primera vez que te miraste en un espejo. He visto tu primer diente, tu primer lipstick… y también tu primera cana.
Beatriz salió del tocador como un relámpago, pero la voz seguía llamándola:
—Te dije que no temas. Ven, déjame explicarte.
Con el corazón desbocado, se asomó lentamente. El reflejo seguía ahí, sereno, con una sonrisa divertida.
—¿Sabías que todos los reflejos pueden hacer lo mismo? Solo que los demás se conforman con imitar. Yo me aburrí y decidí hablarte.
—¿Hablarme? — dijo estupefacta
—Sí. Siempre te he visto pelear con ese cabello. Lo odias, pero lo cuidas. Es hermoso, solo que tú no lo aceptas. Quieres verte como crees que los demás quieren verte.
La cabeza le daba vueltas. ¿Estaba soñando? ¿Volviéndose loca? Se pellizcó, pero no, estaba despierta. Un calor le subió por todo el cuerpo, los oídos le zumbaron y las piernas comenzaron a temblar. Se tambaleó y cayó al suelo. Todo se volvió negro.
Cuando despertó, seguía tirada en el piso. Su reflejo la observaba con preocupación.
—Creo que no fue buena idea hablarte —murmuró.
Beatriz se incorporó con esfuerzo. Le dolía todo el cuerpo, pero no parecía haberse roto nada. Tal vez necesitaba un psiquiatra.
—Sé lo que estás pensando —dijo la otra—. No estás loca. Pero si vas a asustarte cada vez que te veas en el espejo, mejor no me muestro más.
Y desapareció.
Pegó otro grito: el espejo estaba vacío. No había reflejo.
—¡Dios mío! —susurró.
Entonces, la imagen volvió a aparecer.
—Veo que tampoco es buena idea —dijo el reflejo pensativa—. ¡Oh, ya sé! ¿Y si intercambiamos lugares? Tú vienes de este lado, y yo voy al tuyo.
Horrorizada, corrió a cubrir el espejo con una sábana. Pero desde detrás de la tela, la voz seguía escuchándose, risueña y persistente.
Sin pensarlo más, tomó sus llaves y salió. Con el cabello despeinado y la respiración agitada, subió al coche y arrancó.
Al mirarse en el retrovisor, la escuchó de nuevo:
—¿Aún no entiendes? Estamos en todos los lugares donde hay reflejos.
Beatriz gritó, pisó el acelerador y se estampó contra una pared.
Cuando abrió los ojos, se sintió ligera, flotando. Una paz extraña la envolvía. Intentó recordar qué había pasado… Ah, sí, su reflejo parlanchín.
Miró hacia abajo y vio a un grupo de personas corriendo alrededor del coche. Su cuerpo —o más bien su reflejo— estaba siendo sacado del vehículo.
Desde lo alto, Beatriz suspiró con una sonrisa:
—Tenía razón… el cabello me sentaba muy bien.

