El susurro de la luna

Sugerencia de escritura del día
¿Cuánto pagarías por ir a la luna?

Por Aimée Padilla

Matías tenía noches sin dormir, el trabajo le robaba el sueño y lo mantenía en un estado de estrés constante. Aquella noche, cansado de la rutina, decidió salir al balcón para contemplar la luna, que lo bañaba con su suave luz plateada. Se sentó en una silla y admiró el cielo despejado y estrellado. Al observar la inmensidad del firmamento, sintió una paz que no había experimentado en mucho tiempo. Se había sumergido tanto en su trabajo que había olvidado lo pequeño que era frente al vasto universo.

Ese pensamiento le recorrió el cuerpo como un escalofrío, obligándolo a levantarse. Entró rápidamente a la recámara en busca de una manta para protegerse del frío de la noche. Cuando volvió al balcón, una mujer de cabellos plateados estaba sentada en la silla que él había ocupado momentos antes.

Matías soltó un grito ahogado. La mujer lo miraba con una expresión serena, casi perezosa, y sonrió con cierta diversión.

—¿Te he asustado? —preguntó, su voz era tan suave como el viento nocturno.

Matías quedó sin habla. Su corazón latía con fuerza y no entendía quién era esa extraña que se había colado en su balcón. Ella estaba vestida con una especie de armadura, brillante bajo la luz de las estrellas. Su cabello blanco caía como una cascada, adornado con un tocado que parecía asemejar alas. Su piel era pálida, y sus ojos azules, como el mar, lo observaban con calma.

—No suelo bajar a conversar con los humanos, pero tus pensamientos me llegaron y decidí visitarte.

Matías seguía sin poder hablar, apenas lograba mantenerse en pie, temblando de miedo y desconcierto.

—¿Quién eres? —logró preguntar, con la voz apenas audible.

La mujer levantó la cabeza hacia el cielo, y él también miró hacia arriba. La luna había desaparecido. Las estrellas titilaban en un cielo despejado, pero no había rastro del astro nocturno.

—¿No adivinas quién soy? —La mujer lo miró fijamente—. Lo sabes, pero temes decirlo.

Matías estaba petrificado. La mujer se levantó con gracia y se sentó en el borde del balcón, su belleza era casi irreal, como si no perteneciera a este mundo. Todo en ella irradiaba una majestuosidad que lo hipnotizaba.

—Soy la guardiana de la noche —dijo suavemente—. Oí tu deseo de escapar, de huir de la vida que llevas. He venido a ofrecerte lo que tanto anhelas.

—¿Escapar? —preguntó Matías, confuso.

—Sí, escapar. Has deseado muchas veces huir de tus preocupaciones, de tus responsabilidades. Me preguntaste, en silencio, si podrías ir a la luna… así que aquí estoy, ofreciéndote la oportunidad.

Matías, aún aturdido, intentó recomponer sus pensamientos.

—¿Ir a la luna? —preguntó incrédulo—. No tengo nada que ofrecer… no soy nadie especial. Solo tengo el dinero que gano en mi trabajo.

—El dinero no tiene valor en mi reino —respondió ella, casi divertida—. Lo que busco es tu alma, tu deseo más profundo. ¿Estás dispuesto a dejar atrás todo lo que conoces, para vivir en la luna?

Matías se quedó en silencio, pensando. La luna lo observaba con sus ojos penetrantes, esperando su respuesta.

—Sí —dijo al fin, con voz firme—. Renunciaría a todo. Mi vida ha sido una interminable búsqueda de cosas que no me hacen feliz. He sacrificado todo por el trabajo, y ahora lo único que deseo es paz.

La mujer sonrió, satisfecha, y se deslizó del balcón, acercándose lentamente. Sus ojos azules se clavaron en los de Matías, y con un delicado gesto, tocó su frente con uno de sus fríos dedos. En ese instante, sintió como si se estuviera hundiendo en un abismo gélido.

En cuestión de segundos, Matías se elevó sobre su propia realidad. Desde lo alto, contempló el mundo como nunca antes. Y allí, en la vastedad del universo, comprendió que los humanos son solo polvo de estrellas, atrapados en sus propias cadenas, cuando todo lo que necesitan es mirar al cielo y recordar lo pequeños que son.

El hombre que antes era Matías, se perdió en la inmensidad del cosmos, mientras la guardiana de la noche regresaba a su lugar en el cielo, dejando tras de sí una silla vacía y un balcón desolado.

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